¿Y si hablamos de golosinas?

Esta fue la pregunta que surgió dentro del contexto del nuevo material que compartiré con ustedes; Recuerdos en láminas ha tenido una buena aceptación, y pensé que sería interesante ir hacia la misma época, pero a través de algo que nos acompaña hasta el presente: todas esas cosas que compramos en el kiosco, en los recreos.

Cuando muchos de nosotros éramos niños, el acceso a las golosinas era algo restringido; en primer lugar porque nuestros padres medían el azúcar a niveles increíbles, y también porque no proliferaban los almacenes o kioscos, y por ende, la variedad en ellos. Así que estábamos condenados a usar el sagrado dinero que caía en nuestras manos para comprar algo en el almacén del barrio, o jugarse la vida en el kiosco del colegio en hora de recreo; los que han estado en una venta de bodega pueden sentirse en un lecho de rosas en comparación con lo que es sumergirse en ese mar de pirañas preadolescentes con poco tiempo y baja de azúcar.

Es en este entorno de ruido, poco tiempo y poco dinero que algunos dulces se convirtieron en el sueño de todos, pasando a formar parte de una mitología nacional que nos acompaña hasta el día de hoy; es cierto que en algunos casos la retrospectiva se ve endulzada por la nostalgia, pero ¿Qué importa? Esos recuerdos siguen estando ahí, y volverlos a tomar es volver a saborear.

Para comenzar esta nueva historia de artículos quiero empezar por algunas de las galletas que hicieron las delicias de muchos, a saber.

303: Era el carne de cañón, el más barato en esos años; una simple galleta cubierta con chocolate, ideal para tener una en la mochila y matar el hambre en el regreso a casa, o para comer a escondidas en alguna de esas clases largas y aburridas.

Doblón: Pequeño, se podía guardar en cualquier bolsillo; este era una galleta sándwich con crema de vainilla dentro y cobertura de chocolate. Era como una especie de trampa, porque uno nunca era suficiente.

  Ahora con un práctico envase para llevar muchos.

Negrita: Alucinante galleta doble cuadrada, cubierta con un chocolate más amargo que otros dulces y rellena con una crema que no es igual a la del Doblón, no me importa lo que digan. La negrita era un poco más cara que algunos de sus competidores, de modo que era placer de pocas ocasiones; en verano el trabajo era doble, porque al abrirla, el chocolate se pegaba en el envase, y por nada del mundo lo ibas a perder.

Otra presentación numerosa.

Tabletón: Quien no se haya comido uno, que salga de esta sección; basados en un concepto extremadamente sencillo -es una simple galleta delgada con cobertura sabor chocolate-, fue diseñado para vender en los kioscos. Costaban diez o veinte pesos, lo que te hacía sentir como Bill Gates a la hora de comprar, porque con poco te llevabas mucho; aunque sus creadores lo nieguen, hay algo adictivo en comer de estas golosinas. Quiero agregar que, con la actualización de los tiempos, algunos de estos dulces siguen existiendo, y algunos han sido honrados con ediciones especiales, como este alucinante balde de tabletones. ¿Para compartir?

No hay resistencia contra esto.

Estas galletas con agregado fueron la pasión de miles hace años, y algunos siguen existiendo hasta el día de hoy, claro que no con esos precios de hace más de tres décadas; fueron también la tortura de los padres, ya que cualquiera de estos en más de una unidad despertó las icónicas frases “después no quieres almorzar por andar comiendo esas cosas” o “se te van a caer los dientes por comer tanto dulce” entre otras.

Y bastante razón tenían, dicho sea de paso.

Con esto termino este dulce recuerdo ¿les bajó un antojo ahora mismo? Porque a mí sí.

Nos volvemos a encontrar dentro de un mes en el tercer martes, con otra revisión a productos con los que endulzamos nuestra vida, porque recordar es volver a vivir.

 

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